Nos adentramos, un año más, en el desierto de la Cuaresma y preparamos nuestros cuerpos y nuestras almas para este tiempo de conversión y oración. Este año, además, lo hacemos atendiendo la petición del Papa Francisco de unirnos a la jornada de oración y ayuno por la paz en Ucrania.

“Entonces Cristo fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio. Después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, sintió hambre…”.

Cada Cuaresma, junto al Santísimo Cristo, nos adentramos también en el desierto, para prepararnos para lo que habremos de vivir. Y los hacemos de la mano de la Santísima Virgen, aquella que había sido preservada de toda mancha, siendo de Pura e Inmaculada Concepción, y que debió padecer los más profundos de los Dolores, convirtiéndose en fuente de Lágrimas, como parte necesaria del plan divino de redención, por el que Cristo debía experimentar la muerte y ser puesto en un sepulcro. De nuestra Madre, de la más virtuosa Maestra de fe, nos preparamos para transitar este camino que comienza. La Cuaresma es reflejo del camino espiritual. Es duro hacerlo, pero son grandes los frutos espirituales que se reservan a quienes llegan a culminarlo.

En medio de nuestros desiertos particulares también nos tentará el demonio. Son muchas las tentaciones que nos asaltan en estos tiempos que vivimos. En un mundo en el que prima la superficialidad, las comodidades, las modas y en el que se tiende hacia la irreverencia y desapego de lo espiritual. Nosotros, seguidores del Santísimo Cristo, debemos alejarnos plenamente de todo esto. Debemos abrazar el Árbol de la Cruz, aceptar su carga y llevarla hasta el Calvario. Por más que nos pese, no caigamos en la tentación de soltarla. Sigamos hasta el final con la Verdadera Cruz. Pues solo esta es el único camino para el cielo.

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